Nostalgia debe de ser recordar tu
risa y no haberme acostumbrado aún a que se te haya terminado la vida. Pensar
que tu muerte fue como cerrar la última página de un libro de esos que deseas
que no tengan final ‒que se multipliquen las palabras como en el cuento de nunca acabar‒.
Libro cerrado tu nombre y no saber cómo escribir “Mi abuela batía los huevos en
platos planos y limpiaba los boquerones con la misma naturalidad y la misma
parsimonia con que mojaba la ensiamada
en el café del desayuno”. (Todas las vidas son dignas de novela.) He
descubierto que el vértigo no es solo subir al peldaño más alto de la escalera.
Vértigo también es asomarse al vacío de la existencia y tener la certeza de que todas nuestras vidas se despeñarán algún día por el
precipicio. Resigo con los ojos el mar rabioso y revuelto, esperando que la
lluvia, el tabaco y el vino calmen el miedo que me da el viento. Guardé toda tu
alegría en una cajita azul. Y a veces, muchas veces, te aseguro que es lo único
que me ayuda a vencer la tristeza y a seguir haciendo caminos. Eso y los
zapatos, claro, porque parte de la felicidad ‒siempre lo he sabido‒
reside en los zapatos. Me los miro al caminar: un paso, otro paso, otro más. La
llevaré siempre, tu risa, colgando del brazo en los paseos de los domingos. Tu
risa, unos buenos zapatos, y las risas también de la gente que me quiere ‒pero de
la que me quiere bien‒: serán, como fueron para ti, el bastón rojo sobre el que apoyarme
cada vez que se me tropiecen los latidos ‒los puntales que me permitan desplegar la escalera y sentarme a fumar en el último escalón, hablar de cualquier cosa y reír como si no hubiera mañana, respirando, desde lo alto, el calor inconfundible de una cocina llena de mujeres cociendo vida.