jueves, 28 de marzo de 2013

rojo carmesí



En el ático frente al mar los atardeceres traspasan las ventanas y se cuelan cuerpo adentro. Por los ojos, por la boca, por todas las heridas que no se acaban de cerrar. Rojo carmesí, como los brotes del granado del jardín, como la sangre que corre lenta por sus venas estrechas de cartón piedra. El cardiólogo dice que habría que volver a abrir para remendar los hilos y yo no paro de ver aquella imagen de Frida Kahlo con las tijeras en la mano y el pecho abierto. Tengo que repetirme en voz baja que se necesita muy poco aire para respirar –mi ensalmo particular–, poco, muy poco. Si las palabras no se me escapasen al viento, podría escribir un cuento del hombre-retazo. También escribiría otro de la niña lunática, o de la mujer-erizo, pero sopla muy fuerte el aire estos días y se me vuelan las letras como hojas secas. El otro médico, el de las conciencias, me mira a los ojos y me hace hablar. Sujeta con sutileza un bolígrafo plateado y dibuja sobre el papel algún que otro borrón. Esto es tu sumatorio, dice al cabo, señalando un puñado de líneas precedidas por este símbolo. Intento concentrarme en sus palabras, pero la voz se desintegra antes de llegar a mis oídos, se desvanece tras el rojo atardecer que me ciega. Frida y sus tijeras. Poco aire para respirar. El sol, el mar. Poco aire. Buscar una vía de escape para descentralizar la suma de presiones. Rojo sangre y un deseo: que se queden las palabras y se me lleve el viento. 

domingo, 3 de marzo de 2013

frágil

Cuando se tumbó a mi lado para dormir la siesta -el cielo azul entrando por los ojos hasta la médula-, la sentí tan cerca que pensé que me estaba enamorando. Me entró un miedo desproporcionado y quise huir, pero fui incapaz de moverme. Tiempo más tarde descubrí que lo que me atraía no era su cuerpo sino su dolor, todo el dolor que llevaba dentro y que me impulsaba a abrazarla, a envolverla con papel de burbujitas para que ningún golpe la acabase de resquebrajar.