sábado, 30 de agosto de 2014

comeré cebolla cruda con una copa de vino

Abro la despensa. Arroz no, ni pasta. ¿Ensalada de tomate con atún? El corazón le late lento. En los cinco pasos que van de la despensa al armario de las verduras me he olvidado de lo que busco. Le late lento el corazón. No era berenjena, calabacín tampoco, ni cebolla, aunque ya tengo una en las manos, tal vez me sirva para hacer algo. Los tomates, eso es, pero aquí no están. Da igual, comeré otra cosa, pensándolo mejor, no me apetece otra vez ensalada. Abro la nevera: hay las sobras de la barbacoa de anoche, un tupper diminuto con medio pimiento verde, los macarrones del martes, un trozo de tortilla que se está ganando la inmortalidad. Me balanceo apoyada en la puerta, también hay una botella de vino abierto, olivas. El médico lo dijo con uno de esos nombres que suenan a extraterrestre, que el corazón le late lento y las pulsaciones son muy flojitas (bum... ... ... ... bum), pero ella no tiene ganas de irse. Está muy cansada pero no quiere irse aún, me lo dijo el otro día mientras le preparaba la merienda. Podría calentar la butifarra en el horno, pero ya he cerrado la nevera, no tengo hambre. Me he sentado a fumar en el jardín, las ramas del granado han crecido más que nunca este verano. Debe de ser muy jodido sentir que la vida se te va acabando sin tener ganas de despedirte todavía. Llámalo dramatismo barato, si quieres, pero la muerte es ley universal y tan ridículo es jugar a creernos eternos como estar aquí sentada con una cebolla en las manos, pensando que quizás si la despellejo seré capaz de llorar todos los dolores viejos. Y puede que hasta alguno nuevo. 

martes, 26 de agosto de 2014

Stendhal


Y ahora comprendo que era verdad: en aquella estación comenzaba un viaje. Y lo comprendo ahora que siento que termina; aquí, en este instante, sentada en este bordillo frente al mar, una inmensidad azul que no, no es la misma que la de los demás veranos.

Hay hilos que lo conectan todo. No es fácil saber cuándo empiezan y acaban las cosas. De hecho, es muy posible que todos los orígenes sean inciertos y que ni siquiera existan los finales, que como la energía o aquella canción de Drexler, todo se transforme. Pero ahora que me veo -que me siento- aquí, con los pies colgando en el acantilado, me doy cuenta de que éste es el destino de un viaje que arrancó en el andén de un invierno de hace ya diez años -y cómo asusta esto de poder contar los años a puñados y tener recuerdos conscientes de tanto tiempo atrás-. Por aquel entonces, me creía una niña triste y estaba perdida. Tenía quince o dieciséis y apenas sabía nada de mí, salvo que soñaba con mares lejanos que ahogaban casi tanto como salvaban. 

Fue una tarde en esa estación cuando cayó en mis manos La Reina de las Nieves. El resto de la historia ya la conoces. ¿Que por qué te escribo? Porque aquí y ahora, sentada frente a este horizonte que tiende al infinito, he vuelto a sentirme Sila. Y he vuelto a sentirme igual de perdida que entonces, igual de pequeña, igual de idealista y con las mismas tentaciones de vacío, precisamente porque he llegado hasta los pies del faro que me ha traído hasta el lugar del que no volver. Comprendo, después de todo, que no hace falta ir a Nueva York para haber estado en Nueva York, y me doy cuenta de que cuando llegas, cuando pisas la gran ciudad, o -en su lugar- esta aldea diminuta de las costas gallegas, termina el viaje. Termina, claro, para volver a empezar: mientras dure la vida, sigamos con el cuento

Desde aquí, desde este mar nuevo. Por eso te escribo. Por el olor a salitre pegado a la ropa y la extraña eternidad que entra por los ojos. Por el azul y la calma, ese azul y esa calma que salvan -y tientan- tanto como ahogan. Por haber llegado y ya no saber -no querer- volver. 

viernes, 1 de agosto de 2014

que mata

Mira, dicen las fotografías, así es. Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina

Susan Sontag

Cuando bombardeaban Barcelona, cuenta la abuela, todos los vecinos tenían que correr a esconderse cuerpo a tierra entre las patateras del campo. Desde allí, con el barro pegado a la ropa, las bombas parecían fuegos artificiales. Eran bonitas todas aquellas luces, dice la abuela, y lo dice con la misma naturalidad con la que años atrás desplumaba codornices o limpiaba las sardinas -les hincaba el dedo en la ranura de las branquias y les arrancaba la cabeza de cuajo, luego les hacía un corte con las tijeras en el vientre y les sacaba las tripas sin dejar de hablar: “eran como cometas”, decía-, cometas que caían del cielo sin que se pudiese sospechar que al día siguiente trozos de cuerpos colgarían de los cables de la luz. Porque la guerra mata, destruye, arruina, desgarra. La guerra es muerte y a pesar de ello la creamos, buscamos la maldita puta guerra en nombre de la paz. La buscan todos aquellos que se llenan la boca con palabras estúpidas y biensonantes, todos aquellos que empiezan por creer que son distintos y se merecen más. Claro, somos distintos... pero ¿dónde están los límites? Los demás oímos y asentimos. Creemos. Y hasta sentimos. Nos creemos y nos sentimos mejores y con derecho a más. ¿Y los límites? Pueden parecer fuegos artificiales pero son bombas, metralla que arruina y quema. Que mata. La abuela lo contaba mientras rallaba el tomate para el sofrito. Ahora es ella la que está sentada en el taburete y me mira cocinar. Por la radio, oímos las declaraciones de una diputada israelí proclamando que las madres palestinas deben morir para no seguir pariendo pequeñas serpientes terroristas. Hace un rato, sin embargo, el embajador israelí en Washington aseguraba con un convencimiento absoluto que "Israel merece el Nobel de la Paz". Matar por y para la paz, como si fuese veneno la sangre del que nos empeñamos en que sea nuestro enemigo. ¿Dónde está el límite? En el aire y desde lejos, un proyectil puede ser un cometa. Desde cerca, huele a odio. A podredumbre. A rabia. A asco. A miseria. A manipulación. Y mata. Nos quedamos mirando la una a la otra y me pregunta: "¿hasta qué punto los humanos somos capaces de justificar la guerra?"