Una hormiga recorre el borde de la pantalla, sube hasta la esquina izquierda, sigue en línea recta hacia la de la derecha y baja hasta el otro extremo. La miro mientras escribo. Cuando llega a la punta, da la vuelta y hace el recorrido al revés. Lleva rato encallada en el mismo camino. Igual que la canción que suena una vez detrás de otra al volumen suficiente para no oír el viento. Parecía imposible, pero hoy todavía sopla más fuerte que ayer. Me he encerrado en la cocina con la estufa, la olla del caldo y la música. Dejaré que hiervan un rato los huesos antes de añadir las verduras –qué feas son y qué mal pelar tienen las chirivías–. Se reflejan en la puerta del microondas las ramas de los árboles, aparecen por todas partes aunque no las quiera ver. Si me preguntas por el dolor de cabeza no se me ocurrirá confesarte que es del miedo que me da el viento. Antes te diré que es del vino que de haberme pasado la noche con los ojos abiertos y los dedos cruzados, deseando que amainase el vendaval; no vaya a ser que descubras otra más de mis debilidades. He perdido de vista la hormiga y el olor a butano se me ha pegado al jersey de lana. Acabo de encender un cigarro sin pensar en que la más mínima chispa bastaría para provocar una explosión. ¿Te imaginas? Como aquel día en que se incendió la bombona y nos dimos todos por muertos. Espumo el caldo con paciencia, no tengo ganas de pensar en nada menos banal. Creo que no saldré en todo el día de la cocina. Nada mejor que la estufa y el fuego para combatir enero.
martes, 28 de enero de 2014
lunes, 27 de enero de 2014
cosas pequeñas
Olvidar los grandes propósitos, son importantes
las cosas pequeñas. Las gafas, los zapatos, el mechero. Una canción que tenga
el poder de sonar en bucle y acorralar todas las sensaciones que no merece la
pena sentir –para qué diablos existirán la culpa y el arrepentimiento–. Hierve
el agua a fuego lento y echo una rama de canela y tres gotas de limón, remedios
caseros para recuperar la fuerza perdida. Las lecciones de la vida no siempre
son fáciles de digerir. Tampoco es fácil, un domingo, decidir si abandonarme a
la desidia o a este impulso repentino de quererte. Los viernes es más tentador el vértigo, pero los domingos tienen un imán para la nostalgia.
Aunque ya casi es lunes y aún tengo restos de tierra en las manos de haber
plantado flores esta mañana. Son importantes las cosas pequeñas –las
margaritas, los claveles, la hiedra–. El domingo no es un día para el glamour. Voy
a tirarme en el sofá a ver otro capítulo de esa serie que me tiene tan enganchada y a seguir
enamorándome con devoción de quinceañera de la mujer de las gafas negras.
lunes, 20 de enero de 2014
guía de supervivencia
Morir. Lo pronunciaba sin miedo, como quien dice
comer o saltar, pero era morir, con todas sus letras. Lo dejaba caer tan tranquila, mientras mojaba la ensaimada en el café o hacíamos cola en la
pescadería para que nos limpiasen los boquerones. “Ahora, cuando me muera, no te olvides de que quedan más ricos si los rebozas con maicena que con harina normal”. Lo decía de tal
manera que por un momento me hacía dudar si era más trascendente el boquerón
que su existencia. Cuando asimilaba lo que acababa de oír me flojeaban las
rodillas y tenía que buscar amarres para mantenerme derecha. A ella no le
temblaba la voz. Morir, sin más. Dejar de existir. “Y me quemáis, que no quiero
que nadie tenga que venir al cementerio por pena.” Quería desaparecer,
y yo me lo repetía por dentro para acostumbrarme –morir–, para que no
doliese como un disparo cuando salía de su boca –morir, morir, morir–. Pero morir es una palabra densa, un verbo de
acero cargado con la metralla de la incomprensión. Nos han enseñado a que duela y a
que pese y a que asuste, pero a ella no le intimidaba, “pronto me iré”, decía, y me iba enseñando a planchar las mangas de la camisa, a escoger alcachofas
tiernas, a desatascar el váter con salfumán.
martes, 7 de enero de 2014
vaho
"Pies para qué los quiero
si tengo alas pa' volar."
Frida Kahlo, Diario
Las raíces del tiempo resquebrajan la pared.
Grietas, ramas, rayos, venas. Leer a Frida es que duelan las venas y crezcan
las alas. Se me nublan las gafas con el vaho del té y mientras se desempañan los
cristales pienso en lo horrible que estoy con estas pintas de domingo sin ganas.
K siempre decía que quería enamorarse al bajar a comprar el pan en bata, con ojeras
y legañas. Seguro que sería el preludio de algo bonito, como también lo sería
que volviese la lluvia que te arrimaba a mí bajo las cornisas. Pero este año los
magos de Oriente han decidido proveerme de paraguas a prueba de viento. Supongo
que algo debe de estar cambiando ahora que ya me da igual tomarme los cafés en
vaso que en taza y estoy aprendiendo a masticar con parsimonia de dromedario la
paja mojada de la desidia. Me miro las manos a través de los cristales ya despejados:
si son pequeñas para tocar a Bethoveen quizás tampoco me sirvan para ir por la
vida a tientas. Qué horror. Podrían crecerme los dedos como ramas –raíces,
alambres, alas–, hilos de madera seca que palpen el vacío. Me acerco la taza a
la boca y vuelve la niebla. Será verdad que algo está cambiando si estamos en
invierno y me he quitado las corazas, si hace un rato han venido a rendirme
cuentas todos los Nadies que vestí de ti y me han pillado en bragas, así de fea,
leyendo a Frida y memorizando las grietas de estas paredes que cada vez son
menos refugio, menos casa, menos mías.
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