lunes, 28 de diciembre de 2015

la navidad o los lenguados

Has revuelto todo el armario y todos los cajones. El ritual de no-sé-qué-diablos-ponerme/nada-me-queda-bien. Cuando has terminado de desordenar todo lo desordenable de la habitación, has recurrido al cuarto de la lavadora. Buscabas ropa para intentar vestirte un poco distinto, hoy que es navidad, y entre la colada limpia has encontrado una de las camisas de la abuela. De repente el mundo se ha parado en seco, sin avisar. La sacudida del cuerpo te ha dejado un momento sin aire. La has vuelto a ver justo ahí, frente a ti, la abuela con su camisa blanca moteada de flores rojas sonriéndote a través de sus ojos grises llenos de calma. Y hasta la has oído decir “què guapa t’has posat, nena, és nova aquesta faldilla?”, las palabras de siempre, siempre ese “et queden tan bé aquestes arracades i els ulls pintats, no entenc per què no t’arregles més sovint”. El escalofrío te ha recorrido la espalda entera. Las mandíbulas tensas, otra vez. Hace casi un mes que no está, pero es tan jodidamente difícil acostumbrarse a la ausencia. A que las cosas se queden cuando las personas se van. La camisa, las gafas, las sopas de letras. El recuerdo. Llorar un poquito y seguir buscando como si nada algo que te sirva para ponerte guapa, aunque tengas unas ojeras de campeonato y nadie vaya a echarte sus piropos. Cerrar los ojos y recordarla en uno de aquellos ataques de risa que os entraban discutiendo si los lenguados nadan planos o de lado y aferrarte a esa imagen para que el aire retome el camino hacia los pulmones. Vivir por un momento ese recuerdo, y que el llorar mute inevitablemente a sonrisa.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

limpieza

Tan sols ser un trosset
de mar és el que voldríem
o una gota de pluja.
Montserrat Abelló, «Estels sense il·lusions»

Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Wislawa Szymborska, «Fin y principio»


Y sí, después de la guerra siempre tiene que haber alguien que limpie el campo de batalla. Alguien que se deshaga del muerto, que borre la sangre, que barra los restos. Alguien que vende la herida. Pero quién va a ordenar el desastre de mi cuerpo, si yo sólo quiero dormirme lluvia y despertarme mañana mar. 

martes, 8 de diciembre de 2015

mármol


Esta mañana ha venido el marmolista a casa para elegir la lápida de la abuela. Era un hombre simpático, traía el catálogo y la calculadora debajo del brazo. Mamá lo ha hecho sentarse en la mesa del comedor y la he dejado sola con él. Con los pelos de recién levantada y la resaca de anoche no me sentía muy capaz de opinar. Me he puesto a desayunar en el rincón de la cocina que siempre es refugio y al segundo o tercer sorbo de café ha llegado en torrente el caudal de recuerdos. Oía sin oír la conversación de mamá con el señor y de repente me he acordado de la abuela en el sofá de flores haciendo sopas de letras ‒¿querrán el nombre entero del difunto o sólo los apellidos de la familia?‒, la abuela con los rulos leyendo el Pronto ‒¿el color del mármol?‒, la abuela bajando la cuesta que llevaba a la plaza ‒el blanc és bonic, no trobes, filla?‒, la abuela comprando cruasanes a escondidas, no li diguis a ta mare, nena, total, si morir-nos ens hem de morir igual, la abuela con el delantal de cuadros cortando pan duro sobre la encimera ‒blanco con una cruz, sí, con una cruz pero sencillo, sin floripondios‒, la abuela enfilando la calle del cementerio con el limpiacristales en el bolso y algunos trapos para limpiar la tumba del abuelo José ‒¿el nombre de la mujer?, es muy importante que esté bien escrito, l’accent va obert, oi filla?‒, la abuela por todas partes estos días que ya no está. Dijo que no se moriría hasta ser bisabuela y le faltó un día, unas cuantas horas para conocer a esta niña de agua que han traído las olas del mar. La muerte y la vida mordiéndose la cola. Todo es tan raro… Una lápida bonita pero sencilla, los ojos chiquitos que se abren por primera vez a la luz. Y yo en este rincón, intentando asimilar que el blanco y el negro son la cara y la cruz de una misma moneda, entre sorbo y sorbo de un café que no sé ni si me apetece, el todo y la nada ‒t’agrada aquesta làpida?‒, un café que me tomo por tomar, por eso de que somos animales de costumbres, que se diluye en la boca con el sabor de las tostadas con aceite y sal ‒la abuela comiendo pa amb oli con un trapo de cocina en la falda‒ y que baja luego por la garganta mezclándose con todo esto que me corre por dentro, el vacío de la ausencia, los trocitos de palabras que no sé decir, la alegría infinita de una vida nueva que empieza, la tristeza que me tuerce las sonrisas sin querer, la inseguridad, el no saber qué hacer ni adónde ir, las ganas de estar bien pero a la vez tanto cansancio… Y la voz de mamá de fondo, titubeando, nerviosa ‒estàs aquí, filla?, la voz de mamá pidiéndome opinión ahora que tengo tan torpes los sentidos. És maco el marbre blanc, eh que sí? Mármol blanco para grabar su nombre, sí, está bien escrito, el nombre y la fecha, sí, mamá buscándome la mirada mientras los dedos del hombre simpático hacen números en la calculadora para redondear ‒como si lo tuviese‒ el precio del recuerdo.  

viernes, 4 de diciembre de 2015

vivir

Elegir el mar para ahogar los ojos y apaciguar la ansiedad de querer algún vértigo que no deje sentir el escocer de la herida. El mar, para que su fuerza eche abajo el muro del miedo a romperme. Dejar que me acune, que me trague su vaivén. Y allí al fondo gritar todo lo que duele. Llorar, pero llorar bonito. Porque la mujer faro que nos enseñó a querer siempre la vida no se merece una sola mancha de pena. Llorar bonito y salir a flote. Vivir -el mejor homenaje, la mejor despedida-. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

monstruos


Cavar un agujero en la tierra, meterme dentro, desaparecer. Dejar de sentir este dolor clavado en el pecho que no deja respirar la vida. Esta puta vida injusta que causa tanto dolor. Respirarla, para qué. De verdad, para qué. De qué sirve seguir respirando si parece que no llega nunca la tregua, si hay tantas cosas que duelen que ya no sé ni dónde guardar los atisbos de luz para que no se los trague el agujero negro de las heridas abiertas. Qué diablos debe de ser esto que nos impulsa a seguir viviendo cuando sólo tienes ganas de llorar y de romperlo todo. Todo. Cavar un agujero, desaparecer. Querer patalear y gritar y morder y reventar. Pero notar que la sangre sigue recorriendo inevitablemente las venas y sentir el miedo abismal a la muerte. ¿Será real o infundado? Nunca lo sabremos.

Mañana saldrá el sol y seguiré igual de rota por dentro. Lloraré, quizás con menos rabia, pero lloraré. Y me pondré cualquier excusa barata para conseguir salir de la cama mientras la piel siga pidiéndome abrazos que luego no sabrá ni cómo asimilar. El ruido del mar, un poco de vino. Y el cuerpo que parece que no tiene fuerzas para dar un paso -pero el miedo a la muerte-. No, a la muerte no: lo que aterra de verdad es la decadencia. El quedarte sin hablar, sin andar, sin reflejos, sin ganas, sin aliento. Eso es, el quedarte sin aliento pero que el corazón siga latiendo. Y otra vez la retahíla de interrogantes: para qué, joder, qué sentido tiene estar aquí, tomar pastillas para alargar una vida que en su idioma parece que está diciendo basta. El sueño de la razón produce monstruos, qué sabio Goya. Sobrevuelan todos a mi alrededor: cuervos, búhos, vértigo, muerte. Cuánta ansiedad y qué poco aire -poco, recuerda, se necesita muy poco para respirar-. Maldita sea, qué tendrá este mundo para seguir manteniéndonos vivos a pesar de todo. Qué, ¡qué! ¿Será sólo el terror infundado a la muerte?

En vez de cavar, escribir. En vez de gritar, escribir. En vez de desaparecer, escribir. Morir un poco, pero no del todo. ¿Por qué? Vete a saber. Quizás alguna que otra respuesta se esconda tras el interrogante que lleva tatuado la chica de ojos de gato que ha aparecido como un rayo de ilusión resquebrajando la nada. Besarla y tener menos ganas de huir. O yo qué sé. Concentrarme en el abrazo de esas amigas que se quedan cerca, que no giran la cara cuando les buscas la mirada sin saber adónde ir. Escuchar el mar. Escribir. Buscar un resquicio de algo que me ayude a salir de la cama mañana, cuando a las 6 se me abran los párpados y sea incapaz de volver a dormir. Sentir, pero dónde dejar que habite la luciérnaga de este pequeño sentir si alrededor sólo hay pérdida, ausencia, frío. Y el interrogante de su dedo como un cometa. Preguntar, respirar, vivir. ¿Por qué no morir? 

sábado, 21 de noviembre de 2015

soplar la herida



He llegado a casa y me he sentado en el taburete de la cocina a comer jamón serrano como si no hubiese mañana. Me han venido a la cabeza las frases de la doctora: que se está apagando, que solo se puede esperar, que no se sabe cuánta mecha le queda. Hablaba como si la abuela fuese una vela, tantas metáforas absurdas para no decir muerte. Una vela o un petardo, vete a saber. Tal vez cuando se le acabe la mecha despegue como un cohete de esos de palmera que tiran para la fiesta mayor y nos deje a todos con tres palmos de narices. Me he servido un Martini con una oliva y me he tirado en el sofá a ver un capítulo detrás de otro de la serie que me tiene enganchada. Estoy saturada de trascendetalismo. Son las seis de la tarde y han dicho que mañana llega el invierno. Pienso en estrategias para darle mi teléfono a la enfermera del hospital, tiene una sonrisa y un no sé qué que me pierden. Los días que no trabaja se hace mucho más difícil aguantar tantas horas allí dentro. Por suerte, casi siempre la encuentro y además hace unos turnos larguísimos. Me pregunto cómo se viste cuando se saca el uniforme blanco. Me lo pregunto cuando me acuesto y cuando me levanto. Mañana llega el invierno y no tengo chaqueta, la abuela se va a morir y yo meriendo jamón serrano con Martini mientras sueño con la enfermera. Debo ser una friki de la hostia, pero ya me importa todo tres pepinos. No sé de dónde sacar más saliva para lamerme las heridas. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

volver


"Podría gritar
mi dolor
hasta partir en dos mi cuerpo:
sería disuelto 
por las aguas del río."

Alfonsina Storni, "Soledad" (Las grandes mujeres)

El conductor se despidió del vigilante de la estación con un "hasta mañana" que saltó de ventanilla a ventanilla, y a partir de la eñe apretó el acelerador para coger la curva de salida a la calle. Oí "hasta mañana" pronunciado con la voz grave del señor que conducía la noche hacia otros lugares, hacia otras ciudades -pero que mañana, dijo, volvería a estar en ésta de la que yo ya estaría tan lejos-, y se me quedó dando tumbos en la cabeza como un eco sordo, "hasta mañana", "hasta mañana" una y otra vez, con lo raro que me ha resultado a mí siempre lo de cambiar de espacio en el tiempo. Sentí el acelerar de las ruedas recorrerme el cuerpo y entre las luces que pasaban por la ventana se fue enmarañando el estallar de la risa de los dos últimos días con las astillas del infinitivo irrespirable que me devolvía a casa. Volver. Regresar a esa geografía de piedras que ni es casa, ni es Ítaca, ni refugio, ni nada: un trastero agrietado de penas demasiado podridas. Iba haciendo eses con la mirada por la carretera negra y no recuerdo bien en qué momento me dejé atrapar por las ganas de llorar, pero de repente me estaban supurando todas las heridas por los ojos y me veía incapaz de frenar la hemorragia. Me aferré a la alegría del fin de semana y a los tres libros que había encontrado como un tesoro por las calles que me quedaban ya atrás, y así conseguí quedarme medio dormida. Al rato me encontré otra vez despierta sin saber dónde estaba. Había desaparecido el eco del "hasta mañana" -supongo que ya era mañana- y no se veía ni una luz al otro lado de los cristales. La niebla había inundado la noche. Imaginé que me sumergía en la densidad de las nubes y que aquella bruma se convertía en los árboles del paseo del Prado. Quise quedarme dentro y alargar las horas para no llegar, ser hoja seca y dormirme entre las páginas de los libros que abrazaba, recostada junto algún poema que supiese explicar cómo es posible sentir en la piel este deseo vital de sonrisas y de calma y que en el interior, entre los huesos, se empeñe en no dejar de arañar la vida con sus dedos de alambre. Pero el autobús siguió acelerando hasta el amanecer y no hubo más remedio que resignarse a la vuelta. Al fin y al cabo, a pesar de las ojeras, sólo está en mí el poder de guardar la alegría en los hoyuelos, de protegerla como un diamante para que nadie ni nada, nadie ni nada, me la arrebate.

sábado, 31 de octubre de 2015

d'amor, de mort, de vida


como si entendiera lo que somos y seremos,
lo que nos mantiene unidos, cada vez más indefensos
Amaral, "Lo que nos mantiene unidos"

I avui que és dissabte i que esperaves per fi poder dormir, sense despertadors, sense horaris, amb el volum abaixat de les preocupacions, poder dormir per calmar l’angoixa d’una setmana difícil, per digerir els versos de l'altre vespre, per assumir el dolor de les males notícies i assaborir la plenitud dels moments bonics, dormir i descansar fins que el cos en tingués prou, avui dissabte, ha sonat el mòbil que encara no eren ni les nou i t’ha trencat el fil primíssim del somni. I amb un ull obert i mig sobresaltada, has vist un número desconegut a la pantalla i has dubtat si agafar-lo o no, si et sortiria la veu per respondre a aquella altra veu ‒qui serà?‒ que ressonaria a l’altra banda per dir vés a saber què, un dissabte tan d’hora. Però una inèrcia inconscient i inesperada t’ha fet despenjar el telèfon i mentre el cervell adormit encara seguia fent-se preguntes has sentit el teu nom i el de l’àvia sortint de l’altaveu, sí, sóc jo, escolant-se oïda endins, digui’m, sí, oïda endins la pluja d’informació, que el cor, que l’oxigen, que s’entrebanquen els batecs al respirar, ara mateix, ja vinc, sí. I intentant no emprenyar-te massa amb la vida has obert l’altre ull i t’has anat vestint no saps si amb presses o sense, has agafat el cotxe, urgències, box 45, l’olor de sempre penetrant la pell i ella allà al fons del passadís, estirada amb la camisola lletja dels hospitals i els cables enganxats del pit al monitor, la línia verda, la blava, la groga, la vermella, totes amunt i avall entre xiulets asèptics, pi-pip, pi-pip, i a ella que li llegeixes la salvació als ulls quan et veu arribar, nena que me’n vaig, que crec que si m’adormo ja no podré despertar-me més. I tu que no saps com calmar-li la por, que la sents també, tanta por, que sols saps abraçar-la i acaronar-li els cabells emblanquinats, i ella que et demana que no paris, que es relaxa, i tu que li sents el fil de veu atemorit i recordes el pànic que et feia de petita tancar als ulls per dormir i despertar-te cega, tu que ara li agafes la mà com te l’agafava aleshores ella per tranquil·litzar-te, que no passa re, que l’estimes, que l’estimes infinit, la dona-far, la dona forta com una pedra, així li deien, parece de hierro però sempre tan propera, tan senzilla, tan plena de llum. Li acarones els cabells i li agafes la mà i li preguntes si està bé, si està contenta, i ella que et mira i per un moment recupera la veu i les paraules i diu que sí, ella que ahir encara deia que no se’n volia anar, avui et mira serena i diu “sí, perquè ja he dit adéu a la vida i estàs aquí i sento soroll de mar”. Soroll de mar i ara són els teus els batecs que s’ensopeguen, “no ho sabia, que morir era això”, això, diu: soroll de mar als ulls i una mica de por a les venes barrejada amb la incertesa de no saber quan ni com. I tu que la mires sense saber què dir, sense saber què fer, un dissabte qualsevol de tardor, sense saber entendre ni la mort, ni l’amor, ni la vida. Morint-te un poc d’amor, de mort... de vida. 

miércoles, 28 de octubre de 2015

la capsa dels estels


[Grete Stern, Los sueños 1948-1951]

El vent està bufant fort, les estrelles s'han apagat,
pels carrers corre el sol i la gent amb els ulls tancats
que no sap on va

Era un matí d’hivern, al pis de Roses. Ens acabàvem de llevar després d’una nit fatídica i jo estava asseguda en aquella butaca encarada al gran finestral, un requadre a la paret que només deixava entrar mar, cel i horitzó ‒i a estones vaixells petits com llumetes blanques. Te’n recordes? Tenia una tassa de cafè a les mans i els ulls em penjaven al buit rere els vidres. Vas aparèixer per darrere i te'm vas acostar a l'orella per xiuxiuejar el principi d'aquella cançó de Sopa de Cabra que ja mai més he pogut deslligar de la teva veu, de l'atmosfera d'aquest moment eternitzat. Crec que no he arribat a explicar-te mai que guardo com un tresor ple de màgia la capsa dels teus records. A vegades l’obro i en revisc alguns, els repasso pausadament amb els dits ‒amb la lentitud característica de les evocacions‒ i sento que, tot i formar part del passat, bateguen encara com si no se'ls hagués acabat la vida. Et sento cantar fluixet el vent està bufant fort i, en lloc d'apagar-se, les estrelles s'encenen per fer de fanalet en la negror del temps passat. Es converteixen en bombetes de colors i de sobte estem passejant per la platja un u de gener entre totes aquelles estrelles de mar que les onades havien deixat a la sorra, o som al Congost, sense pànic ni vertigen, o véns a rescatar-me de la neu a la ciutat i encenem el foc per quedar-nos hipnotitzades veient-la caure entre els pins del jardí de casa. Et sento cantar fluixet i recordo també les converses sobre l'univers i els planetes, sobre l'amor incondicional, sobre l'energia, la ciència, les dimensions, el món, el caràcter, les persones, la nostra realitat particular. Torno a inventar-me cases amb finestres rodones i terrasses vora el mar, escric versos que no són versos però que rebenten d'il·lusió, somio un estel, somio un desig, somric mentre recordo el somni que somio. Em miro des de lluny els moments que surten de la capsa de la memòria i després torno a guardar-los amb la cura que requereixen les millors relíquies. Perquè sí, és una relíquia haver-te tingut i seguir-te tenint a prop en aquest camí que se’n diu vida. Et sento cantar el vent està bufant fort i és cert que bufa, sí. Bufa vent del nord amb totes les seves forces però no s’apaguen les estrelles. Per molt que bufi, per fort que bufi, no ens farà caure ni apagarà les estrelles. Mai ‒mai deixarem que s’apaguin les estrelles.  

jueves, 8 de octubre de 2015

pluja general i generosa


"Pluja general i generosa", lo dijo el hombre del tiempo en la radio y me caló otra vez la humedad del deseo. Iba conduciendo y las gotas empezaban a motear el parabrisas. "Pluja general i generosa" y el deseo subiendo por las piernas de encontrarme con Ella bajo la tormenta, el deseo de abrazarla como si no existiese nadie más recorriendo las manos, el deseo implacable e irreverente de seguir besándola atascado en la boca, la chica de otro planeta, todos los deseos hormigueando sobre la piel junto a esta decepción imperativa de saber que no merece la pena dedicar un segundo más ni a su sombra. Tantos Orlandos otra vez dentro, tantos yoes dispersos pujando por hacerse dueños de mí. El dócil que la sigue pensando y justificando, el rebelde que se enfada gritando ¡basta!, el perdido que no sabe hacia dónde ir, hacia dónde mirar, hacia dónde girar el volante y que, frente a la deriva, se limita a la supervivencia inmediata activando con el meñique la manilla del limpiaparabrisas. Aunque el desconcierto es tal que se confunde con la del intermitente, y suerte de los reflejos del Orlando más racional, que da un volantazo a tiempo y cuando el cristal ya casi se ha convertido en río hace que el brazo mecánico abra este telón de agua y vuelva a aparecer el mundo ahí enfrente, esa realidad que ante los ojos de tantos Orlandos parece un cuadro cubista del mejor Picasso. La carretera y la tormenta, qué difícil saber seguir con los puntos cardinales tan desalineados como los chakras. Y de nuevo la cascada sobre el parabrisas, de Picasso a Kandinsky, el repiqueteo del granizo en la lata del techo, del capó, la radio que no se oye, y ¡zas!, el mundo otra vez tras la cortina de agua. Un yo que sólo quiere cerrar los párpados y desaparecer, y otros que le recuerdan que es imposible conducir sin ver y que lo fuerzan a mantenerlos abiertos y a seguir, siempre seguir adelante porque si algo tienen en común el tiempo de los latidos y el de los relojes es que no tienen pausa ‒tic-tac, bum-bum‒. Y aún otro yo, otro Orlando, el más sensato quizás, que deja que empiecen a salir las lágrimas del cuerpo y se haga también lluvia el dolor, río la tristeza perseverante que entumece los músculos y entorpece la respiración: agua que sirve de espejo en el que quedan reflejados todos los Orlandos, todos mis yoes contenidos en esta especie de mar que me sale de dentro. Yo frente a mí, y la tormenta de fondo. Yo frente a mí para entender que el caudal de desorientación y desespero que escupo por los ojos no surge de este estúpido enamoramiento pasajero, sino que es algo más profundo lo que me ahoga, algo entre el amor y la muerte ‒l'amor i la mort‒ lo que dibuja los espesos meandros de esto indefinible que parece ser en este ahora la vida: la luna emborronada del coche esperando que el limpiaparabrisas le devuelva la nitidez. Cuánta razón tenía el hombre del tiempo.

martes, 8 de septiembre de 2015

soltar el hilo

"Seure amb l'esquena 
repenjada al mur.
Assumir els camins cecs, 
les parets altíssimes, 
la corba esmolada de tots els topants.
Respirar els dubtes,
repensar les morts.
Mirar cap amunt:
tots els laberints tenen cel,
i alguns, fins i tot,
tenen terrasses
des d'on es pot veure un tros de mar."

Sònia Moll, "El cel del laberint" (I Déu en algun lloc)

Abro el bolso a toda prisa y tanteo frenéticamente el desorden en busca de la libreta y el boli para empezar a escribir todo esto -aún no sé qué- antes de que termine la canción que ha empezado a sonar -soñar, sonar, sanar- como por arte de magia en el instante y el lugar precisos. No tiene nada que ver con la música de antes ni con la que vendrá después, canciones discotequeras de radio comercial de verano. Pero entre todas ellas ha aparecido esta que ya ni recordaba y que tantas veces había escuchado en bucle en los momentos en que la vida era pozo sin cielo. Ha empezado a sonar justo cuando mis ojos se deslizaban por la última página del libro llenos de lágrimas a punto de estallar, la congoja apretando el pecho con sus manos huesudas, el aleteo de la muerte -tan presente estos días- dejándome la piel helada. Ha empezado a sonar -soñar, sanar- como un mantra y he tenido que cerrar el libro y buscar impulsivamente el cuaderno para escribir don't panic y recordarme que no, que no hay que tener miedo, que lo que tenga que venir vendrá y siempre será mejor tener los ojos abiertos para ver llegar el porvenir -sea el que sea- de cara. Que el miedo no sirve más que para paralizarnos y no dejarnos vivir. Ni sentir. Que no hay que tener miedo y que, aunque nada de esto vaya a pasar sin dejar huella ni vaya a poder ser olvidado, tots els laberints tenen cel y ese cielo hará que la tristeza y el dolor sean cada vez más leves hasta convertirse en una niebla transparente e ingrávida que no entorpezca los pasos. Pienso en la resiliencia y en el arte de saber soltar el hilo de cometa de las cosas que quieres. El arte de aceptar las cicatrices y aprender a lamerse las heridas. El arte de agradecerle a la vida el regalo de haberte dejado ser a ti también cometa para compartir el viento con esas otras que tanto has querido pero que no estaban hechas para la eternidad -nada está hecho para ser eterno-. No sé dónde lo enseñan ni cómo se aprende, pero me encantaría saberlo practicar.

viernes, 4 de septiembre de 2015

un pájaro azul y el horizonte lejos

Mañana será otro día, me digo. Un día más o un día menos, depende de cómo se mire, si es que sabes hacia dónde mirar. Por el momento, yo sólo sé desperdigar parpadeos al vacío o esparcir los ojos por las páginas de este libro que he venido a leer de pantalón largo a la orilla del mar. El mar, el horizonte, ese punto que siempre te acoge la mirada aunque estés perdida. Esta mañana he entregado el trabajo que ha absorbido los últimos meses de mi vida; lo he entregado y esperaba respirar tranquila y echarme una siesta eterna para contrarrestar las semanas de insomnio. Pero me he tumbado en el sofá y han vuelto a atormentarme todos los fantasmas que me quitan la respiración. Tendría que estar dando saltos de alegría, según marca el protocolo, sentirme descansada y orgullosa, como cuando te sacas de encima un peso colosal. Y en lugar de eso sólo tengo ganas de llorar y un sentimiento absoluto de pérdida. Por eso he decidido bajar al mar con un libro que se me llevase el pensamiento lejos de la conciencia. Leer con las olas de fondo en busca de una pequeña tregua mental. Mañana será otro día, un día más o un día menos, vete a saber. Me lo he repetido otra vez al terminar un capítulo. Tumbada boca arriba, al dejar caer el libro sobre el pecho para descansar los brazos, he visto encima de mí un trozo de arcoíris entre las nubes negras. Estaba ahí, justo en vertical sobre mi cabeza. Me he quedado mirándolo fijamente un rato, con el susurro del mar y un viento frío aguardando otoño. Lo miraba sin parpadear, sin poder evitar preguntarme qué diablos me está queriendo decir la vida con esto, si es un destello que me anima a seguir remando o la inocentada macabra de algún dios desconocido. Ha empezado a llover y me he sentido tan perro mojado que no he podido darme la más mínima prisa en recoger las cosas y meterme en el coche. Las gotas dejaban huecos en la arena, sentía el frío húmedo bajo los pies. No sé en qué punto de la pasarela de madera he decidido, como si no hubiese perdido la ilusión, ir a comprar papel de colores para envolver el regalo que probablemente no llegue a darte. Y como si no hubiese perdido tampoco la esperanza, al llegar a casa, he envuelto con cuidado esta absurda libreta lila llena de letras y hasta le he puesto una cinta alrededor. Me he visto en el espejo con la ropa empapada y el paquete en la mano. Ha quedado bonito y será una pena que no vengas a por él. Lo peor es que seguirá ahí, encima de la mesa, hasta que sea capaz de echarlo al cubo de la basura y abrirle de una vez por todas la puerta a la decepción. 

lunes, 17 de agosto de 2015

en la eternidad, en cada instante

"escribir
por no llorar tan dentro
tan a escondidas
(...)
escribir
para hallar la paz
después de haber hablado
con los muertos
(...)
escribir
porque crujen las rodillas
y hay como un sueño
esperando ser soñado
justo detrás del dolor."

Chantal Maillard, Escribir

He despertado con la pena quitándome la respiración. Me he despertado pero seguía dentro del sueño, mirando todavía fíjamente esa ventana por la que aparecía la abuela diciendo adiós. Decía adiós con los ojos, detrás de los cristales, los de las gafas y los del ventanal, adiós y parecía estar cada vez más lejos. Y yo quería llamarla pero no podía, ni hablar ni respirar ni llorar. Llevaba su vestido de amarillos ocres y nos miraba a mi hermana y a mí con una tranquilidad absoluta, pero a ninguna nos salía la voz y ella se iba desvaneciendo poco a poco en el aire. Se me ha despertado el cuerpo de ahogo mientras la cabeza permanecía en esa otra realidad ignota que la abuela ha elegido para despedirse. Al poco he conseguido volver a dormirme mirando la imagen tras el cristal: era ella pero no la de ahora, sino la de hace un tiempo, la que todavía conservaba la agilidad para subir al taburete de madera desde el que ha hecho ver que se bajaba después de despedirse por esa ventana inalcanzable que hay en lo alto de la pared del hueco de las escaleras de casa. Habrá perdido la agilidad pero no ese tarannà tan especial que siempre ha conseguido sacarnos la risa. Y me reía, sí, pero cuánta tristeza y cuánta soledad latiendo por dentro. Y ese dolor tan profundo de ausencia.

Luego, en otra parte del sueño, llamabas tú para darme calma con tu voz verde de terciopelo, como si supieses de las pequeñas muertes que me matan sin decirte nada. Me dabas calma y me dabas aire y me decías que estás conmigo. Y yo te creía y me tranquilizaba porque todo parecía un poco más llevadero con el abrazo de tus palabras. Aunque después, por la mañana, ya con los ojos abiertos y los pies en el suelo, he sentido que el mundo pesaba toneladas frías de metal y he seguido sin saber qué hacer para sacar de mí tantas y tantas ganas de llorar enquistadas en las entrañas.

martes, 11 de agosto de 2015

ser rama

Las ramas del granado crecen despeinadas cielo arriba, son largas y endebles y me distraigo viendo cómo se dejan mover al viento a pesar de su fragilidad. Las grietas también siguen creciendo por las paredes de casa -esta casa tan verde, tan vieja, tan bonita, tan sola-, y las hormigas, como cada verano, inventan caminos que nunca nadie sabe de dónde vienen ni adónde van. Otro agosto y otra ausencia, una más para este absurdo catálogo de tristezas desordenadas e inoportunas que son bruma densa atascada en el pecho. Por qué, me digo, por qué con tanto sol y con tanto verde no he aprendido aún a llorar el humo viscoso del desasosiego. Por qué si el verde, si la luz, si tú, si la vida, si el deseo. Por qué, y me tumbo boca arriba bajo el granado del jardín para tratar de aprender de las ramas a moverme con el viento y a trepar. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

también esto pasará



"Recuerdo habernos mirado en algún momento, a través de una mesa llena de gente, o paseando por una ciudad desconocida, o en medio del mar, y haber sentido las dos que caía polvo de hadas sobre nuestras cabezas y que tal vez no nos pondríamos a volar allí mismo como aseguraba Peter Pan pero casi. Y me sonreías desde lejos y yo sabía que tú sabías que las dos sabíamos, y que en secreto agradecíamos a los dioses aquel regalo insensato."

Milena Busquets, También esto pasará

Saudade es algo así como una nostalgia rara, un algo que se siente pero que no está. Las ganas de que la tormenta de esta mañana rebobine y se lleve calle abajo los destrozos del deseo. Saudade este hilo de luz enredado en la espalda o el recuerdo -hecho dardo- que se clava tras las rodillas. Querer olvidar pero no. Saudade los regalos insensatos de no sé qué dioses -pero dioses al fin-, regalos que se reciben, que se viven, que se acaban y hasta duelen. Saudade esta especie de dolor que antes fue alegría: sed de lluvia, sed de invierno, sed de conversación y de abrazo. De polvo de hadas una noche en el mar. El saber que tú sabías que yo sabía sin decirnos nada.

Saudade las mujeres que dejaron de sentarse en el sillón de flores, las que hablaban y reían y eran tan fuertes que parecía que la vida no iba a poder vencerlas nunca. El eco de su risa, de su voz, de los veranos con Serrat en el radiocasete del Opel Corsa, la tele en el jardín y las paredes libres de grietas. Saudade ese tiempo en el que no existía todavía la pena, esa época en que tampoco nosotros teníamos grietas y éramos aún capaces de creer que esto -Esto-, como todo, también pasará.

lunes, 3 de agosto de 2015

y basta

"Mira: nosotros caminamos, dejamos todas esas huellas sobre la arena, y ahí se quedan, precisas, ordenadas. Pero mañana, cuando te levantes, al mirar esta enorme playa no habrá ya nada, ni una huella, ni una señal cualquiera, nada. El mar borra todo por la noche. La marea esconde. Es como si no hubiera pasado nunca nadie. Es como si no hubiéramos existido nunca. Si hay un lugar en el mundo en el que puedes pensar que no eres nada, ese lugar está aquí. Ya no es tierra, todavía no es mar. No es vida falsa, no es vida verdadera. Es tiempo. Tiempo que pasa. Y basta."

Océano mar, Alessandro Baricco

Por fin la tormenta. Y mañana, quizás, nada. Pero y qué. Solo tiempo, tiempo que pasa, tic-tac, lluvia que cae, y después, igual que antes, nada. Me pregunto si debería probar de ser ola y borrar la orilla, engullir todos los castillos de arena hasta que no quede ningún rastro de lo que hubo, de lo que fue. Solo el pálpito de la runa, el ensueño de algún Babel. O si debería tratar de recobrar aquella vieja vocación de kamikaze y correr contra el muro de tu cuerpo. Volver a intentar ser valiente y atreverme a decirte "ven, salta, confía". Darte la mano y ser tormenta y ser tiempo. Tiempo que late, que llueve, que abraza, que vive. Que basta. Pero qué putada volver a soñar ‒volver a sentir‒ y que luego se quede todo en nostalgia.

lunes, 27 de julio de 2015

sed de lluvia

Llegar a casa, esa casa que no tengo. Abrir las ventanas de par en par y oler la madreselva que trepa por esta pared que tampoco existe. Que suene la música, el mar, el vientoDudar si prender la luz o si ya es suficiente la penumbra de las nubes negras. Una vela, eso sí, y dos dedos del vino que sobró de la cena que nunca hicimos. Encender el grifo y sentarme en el suelo de la bañera, el agua sobre la piel, la tormenta que no llega. Otro verano más apretando los dientes para que estalle el cielo. Si cierro los ojos imagino que es lluvia el agua del grifo, pero también te siento latir tan cerca que me entra el vértigo del abismo, esa maldita sed de infinito que alimenta la úlcera de todo lo que no será. Mejor mantenerlos abiertos y soñar que no es lo que sí ha sido. Que no siento, que no estás. Que desde que se me ocurrió besarte no me crecen raíces por todo el cuerpo, ramas de ilusión que no sé por dónde talar. Dejar que el agua corra por el suelo de esta otra bañera que sí que es mía. Asumir que hoy tampoco lloverá, a pesar de las nubes, de las ganas, del deseo. Abrazarme las rodillas. Renunciar.

miércoles, 8 de julio de 2015

la salida del pozo

Vuelan los mosquitos alrededor de la lámpara. También alrededor de mis brazos, que ya se han cansado de hacer aspavientos para ahuyentarlos. Por efecto de la tila o quizás únicamente por resignación. Son las tantas y están todas las ventanas abiertas pero no corre un solo hilo de aire, sólo mosquitos buscando sangre -te aseguro que si pudiese meter en un cubo toda la que me enturbia el sueño, morirían ahitados-. Se ve la luna entre los pinos, está tan redonda y tan grande que por un momento me ha parecido un agujero de luz, el final del túnel, la salida del pozo. La he estado mirando mucho rato sin parpadear y hasta parecía que se acercaba, o me acercaba yo a ella, no sé, pero de repente estaba tan al alcance que he deseado saltar adentro para que desapareciese toda esta oscuridad mortecina que entumece el porvenir más inmediato.    

martes, 14 de abril de 2015

da hasta miedo seguir

Tembló el mar como una golondrina cuando al fin comprendimos que no podíamos hacer otra cosa sino vivir. 
Ana María Moix, Baladas del dulce Jim

Da hasta miedo seguir
si con tan pocos años pesa tanto la vida.
Idea Vilariño, Poemas anteriores

Podríamos elegir la muerte, pero no. No. Estuvo en casa hace unos días y la echamos a patadas, movidos por algún extraño arrebato, el mismo impulso que nos lleva a pronunciar un "joder" con cara de póquer o a quedarnos callados sin saber qué decir cuando llega la noticia de que ha estado en la casa de otro y se ha salido con la suya. La echamos a patadas como si fuese el peor de los enemigos, alguien nos convenció de que no había que darle ni agua (permanece el eco, después de tantos años: "¿no te he dicho mil veces que no hables con desconocidos?"). Sin embargo, no es la primera vez que viene; algunas otras noches ya habíamos sentido su sigilo merodeando del otro lado de la verja, un viento apacible pero afilado, aunque nunca había osado traspasar el portal. Fue el domingo al mediodía. Entró hasta el comedor. Vino a saciar su apetito de vida pero solo consiguió hacerse con cuatro mordiscos de piel y algún sorbo de sangre -suficiente, seguro, para volver a su caverna y brindar a nuestra salud-. La echamos a patadas por inercia, sin pensar, siguiendo las órdenes de unos de esos imperativos categóricos que pocos se atreven a cuestionarse. Nos enseñaron que ni siquiera había que mirarla a la cara, a ella, a la más desconocida de todos los desconocidos. Pero desde entonces está ahí, cada día, al otro lado de los cipreses que sirven de verja, aguardando el instante en que la presa baje la guardia y pueda clavarle los colmillos en la yugular. Y cada vez es más difícil mantener los cinco sentidos alerta, cada vez es más cansado, cada vez más flojo el eco de la razón y más tentadora la manzana. Podríamos elegir la muerte, pero no. Algo, algún atisbo de quién sabe qué, dice que no. Que no se puede hacer otra cosa sino vivir. Vivir, como si fuese nuestra querencia. A pesar de que dé hasta miedo. O de que pese, tanto, a veces, la vida. 

viernes, 20 de marzo de 2015

deriva


Había caminado tanto por todas aquellas calles que llegó a sentirlas extensiones de las venas. Las había recorrido huyendo del invierno que le crecía por dentro, dejando que los pies siguiesen las aceras con sol o buscasen las cornisas más anchas cuando llovía. Se hacía de noche pronto y hacía frío, mucho frío, pero no le importaba. Llevaba chaqueta y zapatos verdes y se paraba bajo las farolas porque le parecían jodidamente bonitas. Más tarde descubrió que las miraba más por necesidad de luz que de belleza; porque estaba perdida, tan perdida que gastaba todas las horas del día en recorrer sin parar venas que no eran suyas.

martes, 17 de febrero de 2015

siempre, o casi

Ahora que ya habías aprendido a creer con fe ciega en la capacidad de la sangre para encontrar caminos -la sang sempre troba camins per alimentar les venes-, se para el corazón. Y oyes palabras por todas partes, palabras que te entran por los oídos y llegan hasta el cerebro. Las oyes pero no sabes hasta qué punto las comprendes, hasta qué punto entiendes qué significa muerte más allá de su sentido semántico. La sangre casi siempre encuentra caminos, casi. Y es cuestión de minutos que cuando se taponan todos los atajos llegue una mano salvavidas capaz de abrir una diminuta zanja que evite la nada. Cinco minutos más y nada. Nada. La nada, que debe de ser un sinónimo bastante preciso de muerte.