Que por qué la memoria ‒esta
memoria‒.
Por qué recordar la ambulancia y el taladro de su sirena. Las máquinas del
hospital, bip-bip, bip-bip, los pitidos intransigentes que nunca dan tregua.
Por qué este recuerdo mezclado con gritos y golpes y a la vez el recuerdo del
mar, de las flores de madreselva en la oreja o de aquellos paseos por el
interminable rompeolas que ya no existe. Por qué la ansiedad y la pena si no
las quiero, no las quiero, no las quiero, no las quiero. Si no las quiero, ¿por
qué vienen? Ayer estuve a punto de llamarte a las mil para contarte que estoy
cansada, que no puedo más, que estoy harta de este invierno sin invierno y de
esta pequeña lucha diaria contra las tristezas cotidianas que no sé en qué
momento dejé que se instalaran en mí ‒en un imán de nevera, en un sueño mal
soñado, en tanta mierda escondida debajo de la alfombra para hacer ver que no
está‒.
Quise llamarte pero me dije que era mejor hacerme la fuerte, no mostrarte mis
miedos de animal herido y desnortado en medio del bosque. Me niego a que seas
norte y me veas débil. No. Nunca quise ser niña de cristal y no quiero volverme
vidrio ahora. Aunque ser de piedra se me está dando fatal. ¿Sabes? Oigo su voz
a veces, no sé qué dice, pero la oigo. Habla pausada, tranquila. Por momentos
parece que la oigo nítidamente pero no puedo distinguir lo que dice. Sonríe y me habla, y me rompe oírla pero también me calma. Qué raro es todo. Ojalá cerrar
los ojos y aparecer en junio. O volver a noviembre y recordarle mil veces más
que la quería, que la quise, que la quiero. Que era sol y faro y que a su
recuerdo sí me aferro. Al suyo sí, porque no trae ni pena, ni ansiedad, ni
repugnancia, ni contradicciones. Sólo paz y cierta nostalgia: el poso
inevitable que deja la ausencia de alguien capaz de inspirar amor
incondicional.