viernes, 27 de noviembre de 2015

monstruos


Cavar un agujero en la tierra, meterme dentro, desaparecer. Dejar de sentir este dolor clavado en el pecho que no deja respirar la vida. Esta puta vida injusta que causa tanto dolor. Respirarla, para qué. De verdad, para qué. De qué sirve seguir respirando si parece que no llega nunca la tregua, si hay tantas cosas que duelen que ya no sé ni dónde guardar los atisbos de luz para que no se los trague el agujero negro de las heridas abiertas. Qué diablos debe de ser esto que nos impulsa a seguir viviendo cuando sólo tienes ganas de llorar y de romperlo todo. Todo. Cavar un agujero, desaparecer. Querer patalear y gritar y morder y reventar. Pero notar que la sangre sigue recorriendo inevitablemente las venas y sentir el miedo abismal a la muerte. ¿Será real o infundado? Nunca lo sabremos.

Mañana saldrá el sol y seguiré igual de rota por dentro. Lloraré, quizás con menos rabia, pero lloraré. Y me pondré cualquier excusa barata para conseguir salir de la cama mientras la piel siga pidiéndome abrazos que luego no sabrá ni cómo asimilar. El ruido del mar, un poco de vino. Y el cuerpo que parece que no tiene fuerzas para dar un paso -pero el miedo a la muerte-. No, a la muerte no: lo que aterra de verdad es la decadencia. El quedarte sin hablar, sin andar, sin reflejos, sin ganas, sin aliento. Eso es, el quedarte sin aliento pero que el corazón siga latiendo. Y otra vez la retahíla de interrogantes: para qué, joder, qué sentido tiene estar aquí, tomar pastillas para alargar una vida que en su idioma parece que está diciendo basta. El sueño de la razón produce monstruos, qué sabio Goya. Sobrevuelan todos a mi alrededor: cuervos, búhos, vértigo, muerte. Cuánta ansiedad y qué poco aire -poco, recuerda, se necesita muy poco para respirar-. Maldita sea, qué tendrá este mundo para seguir manteniéndonos vivos a pesar de todo. Qué, ¡qué! ¿Será sólo el terror infundado a la muerte?

En vez de cavar, escribir. En vez de gritar, escribir. En vez de desaparecer, escribir. Morir un poco, pero no del todo. ¿Por qué? Vete a saber. Quizás alguna que otra respuesta se esconda tras el interrogante que lleva tatuado la chica de ojos de gato que ha aparecido como un rayo de ilusión resquebrajando la nada. Besarla y tener menos ganas de huir. O yo qué sé. Concentrarme en el abrazo de esas amigas que se quedan cerca, que no giran la cara cuando les buscas la mirada sin saber adónde ir. Escuchar el mar. Escribir. Buscar un resquicio de algo que me ayude a salir de la cama mañana, cuando a las 6 se me abran los párpados y sea incapaz de volver a dormir. Sentir, pero dónde dejar que habite la luciérnaga de este pequeño sentir si alrededor sólo hay pérdida, ausencia, frío. Y el interrogante de su dedo como un cometa. Preguntar, respirar, vivir. ¿Por qué no morir? 

sábado, 21 de noviembre de 2015

soplar la herida



He llegado a casa y me he sentado en el taburete de la cocina a comer jamón serrano como si no hubiese mañana. Me han venido a la cabeza las frases de la doctora: que se está apagando, que solo se puede esperar, que no se sabe cuánta mecha le queda. Hablaba como si la abuela fuese una vela, tantas metáforas absurdas para no decir muerte. Una vela o un petardo, vete a saber. Tal vez cuando se le acabe la mecha despegue como un cohete de esos de palmera que tiran para la fiesta mayor y nos deje a todos con tres palmos de narices. Me he servido un Martini con una oliva y me he tirado en el sofá a ver un capítulo detrás de otro de la serie que me tiene enganchada. Estoy saturada de trascendetalismo. Son las seis de la tarde y han dicho que mañana llega el invierno. Pienso en estrategias para darle mi teléfono a la enfermera del hospital, tiene una sonrisa y un no sé qué que me pierden. Los días que no trabaja se hace mucho más difícil aguantar tantas horas allí dentro. Por suerte, casi siempre la encuentro y además hace unos turnos larguísimos. Me pregunto cómo se viste cuando se saca el uniforme blanco. Me lo pregunto cuando me acuesto y cuando me levanto. Mañana llega el invierno y no tengo chaqueta, la abuela se va a morir y yo meriendo jamón serrano con Martini mientras sueño con la enfermera. Debo ser una friki de la hostia, pero ya me importa todo tres pepinos. No sé de dónde sacar más saliva para lamerme las heridas. 

sábado, 14 de noviembre de 2015

volver


"Podría gritar
mi dolor
hasta partir en dos mi cuerpo:
sería disuelto 
por las aguas del río."

Alfonsina Storni, "Soledad" (Las grandes mujeres)

El conductor se despidió del vigilante de la estación con un "hasta mañana" que saltó de ventanilla a ventanilla, y a partir de la eñe apretó el acelerador para coger la curva de salida a la calle. Oí "hasta mañana" pronunciado con la voz grave del señor que conducía la noche hacia otros lugares, hacia otras ciudades -pero que mañana, dijo, volvería a estar en ésta de la que yo ya estaría tan lejos-, y se me quedó dando tumbos en la cabeza como un eco sordo, "hasta mañana", "hasta mañana" una y otra vez, con lo raro que me ha resultado a mí siempre lo de cambiar de espacio en el tiempo. Sentí el acelerar de las ruedas recorrerme el cuerpo y entre las luces que pasaban por la ventana se fue enmarañando el estallar de la risa de los dos últimos días con las astillas del infinitivo irrespirable que me devolvía a casa. Volver. Regresar a esa geografía de piedras que ni es casa, ni es Ítaca, ni refugio, ni nada: un trastero agrietado de penas demasiado podridas. Iba haciendo eses con la mirada por la carretera negra y no recuerdo bien en qué momento me dejé atrapar por las ganas de llorar, pero de repente me estaban supurando todas las heridas por los ojos y me veía incapaz de frenar la hemorragia. Me aferré a la alegría del fin de semana y a los tres libros que había encontrado como un tesoro por las calles que me quedaban ya atrás, y así conseguí quedarme medio dormida. Al rato me encontré otra vez despierta sin saber dónde estaba. Había desaparecido el eco del "hasta mañana" -supongo que ya era mañana- y no se veía ni una luz al otro lado de los cristales. La niebla había inundado la noche. Imaginé que me sumergía en la densidad de las nubes y que aquella bruma se convertía en los árboles del paseo del Prado. Quise quedarme dentro y alargar las horas para no llegar, ser hoja seca y dormirme entre las páginas de los libros que abrazaba, recostada junto algún poema que supiese explicar cómo es posible sentir en la piel este deseo vital de sonrisas y de calma y que en el interior, entre los huesos, se empeñe en no dejar de arañar la vida con sus dedos de alambre. Pero el autobús siguió acelerando hasta el amanecer y no hubo más remedio que resignarse a la vuelta. Al fin y al cabo, a pesar de las ojeras, sólo está en mí el poder de guardar la alegría en los hoyuelos, de protegerla como un diamante para que nadie ni nada, nadie ni nada, me la arrebate.