jueves, 25 de mayo de 2017

no morir

He vuelto a despertarme con la náusea agarrada a la boca del estómago y he tardado horas en darme cuenta de que era la rabia de ayer vestida de asco. La de ayer sumada a la de todos los otros ayeres que ya ni recuerdo. Náusea el grito que me trago cada vez que sus agravios me despiertan la ira irracional, el odio que engullo sin masticar para que luego no venga la culpa a ensuciarme la conciencia -aunque la jodida llegue de todos modos porque nadie nos ha enseñado a vivir sin ella. Me he prometido vomitarlo todo, el asco, el odio, la rabia, el miedo, vomitar este nudo espeso que me coagula las venas, echarlo como echo a patadas de mí, cada vez que aparece, el fantasma que me enturbia la memoria y me veta el deseo -lo estrangula lento con sus tentáculos viscosos riéndose de todas las inseguridades de mi cuerpo asustado. Cada vez que aparece, patada. Fuera de mí. A coces o a arcadas, como sea, pero fuera. Fuera este monstruo disfrazado de náusea que no me deja comer, de miedo que no me deja sentir. ¡Fuera! Tú, sí, tú que te crees tan macho y tan feroz, vete, ¿me oyes? Sal de mí, porque ahora ya no soy débil ni estoy rota, y aunque me tiemblen las piernas cada vez que me enseñas los colmillos, pienso sacar fuerzas de donde sea para arrancártelos uno a uno hasta dejarte sin gruñido. Y sin aliento. Que yo no voy a caer en la trampa y sé que no comer es morir. Que no respirar es morir. Que no sentir es morir. Que no ser yo, también es morir. Y te aseguro que ahora, después de todo -después de tanto-, morir es lo último que me apetece.  

miércoles, 17 de mayo de 2017

ser semilla


quisieron enterrarnos
pero no sabían que éramos semilla

Música nueva, también, para los caminos nuevos. Canciones que acompañen y alienten, que me den fuerza cuando me tiemblen los pasos y me hagan bailar y reír cada vez que sople el vendaval. Canciones que rompan el guion de lo establecido, que corten el hilo de los discursos normativo-egoísta-destructores que me llegan a los oídos boicoteándome la ilusión. Canciones que sean alas, que me recuerden lo que soy y lo que quiero. Que me dejen creer en el deseo. Y en mí. Y en la posibilidad de que las cosas puedan pueden ser distintas. Que ya lo sé, sé que es posible. Con tu fuerza y con la mía, con la nuestra, con la de todos los que también lo creen. Sé que existen otros caminos, otras maneras. Otras formas de vivir o de querer: que es posible vivir querer con calma, querer vivir‒ sin anclas, vivir y querer ‒ser‒ soltando el hilo para disfrutar del vuelo de la cometa. Me dirán que no, me repetirán que soy una ilusa imbécil con atracción fatal hacia la mentira. Y lloraré, otras tantas más veces que nadie sabe ni sabrá, y dolerá. Pero algo ‒las canciones, las luciérnagas, la vida‒ me seguirá impulsando al sueño y a la confianza, a creerme enredadera que crece a pesar del desengaño, ‒y no a pesar, sino a partir‒ de las heridas abiertas, de la decepción, de las infinitas caídas y vacíos que quedan todavía por venir, que me quedan por vivir. Llegarán otras tormentas que volverán a pillarme en bragas y harán que vuelva a sentirme diminuto animal herido: también lo sé. Y ¿sabes qué?, que aun así, prefiero la intemperie a quedarme agazapada en caparazones asépticos al sentir. Prefiero caminar tras esto que llaman mi utopía aunque me parta la boca cien veces más, aunque me caiga y me rompa y me abra en canal. Porque siempre habrá canciones que me amansen el alma y me recuerden que tengo en mí el poder de la risa y las ganas, el deseo, mi deseo ‒aunque lo juzguen nimio y absurdo‒, para lamerme cada recodo de piel y levantarme a seguir buscando ‒a seguir haciendo‒ caminos distintos al ritmo de música nueva que me permita bailar con todas mis torpezas por calles desconocidas de la mano de las personas-luz que me avivan los latidos. Personas-cometa que me riegan las ansias de volar y me demuestran día a día que es verdad, que todos los laberintos tienen cielo y que no importa cuál es nuestro lugar ni dónde está la salida. Personas y canciones que comparten el sueño de construir otros senderos alejados de este que nos imponen como único e incuestionable. Volverán a decirme que todo es mentira, que soy una ingenua. Y volveré a dudar de mí. Pero subiré al coche y bajaré las ventanillas y conduciré hacia ese lugar al que no queréis que llegue ‒al que no queréis llegar‒, cantando a gritos letras que me devuelvan la confianza en lo que creo y en lo que soy: un yo en continuo proceso de construcción, un yo que a veces es mordisco y otras veces ronroneo, que se cae y se equivoca, pero que sólo así crece y así se quiere: persiguiendo sus pálpitos a carcajada limpia y a pecho abierto, siendo semilla que no deja de brotar.  

jueves, 16 de febrero de 2017

Un paso, dos pasos: caminar.

«Qué extraña contradicción, se dice, la establecida entre la sensación que tiene de sí misma, si no se ve, y la visión que de ese ser extraño le proporciona el espejo. Qué diferencia entre sentirse y verse. Es como imaginar, y a la vez ver, dos puntos extremos de un camino cuyo recorrido no condujera a la unión de tales puntos sino a su divergencia, a su desconexión absoluta, irremediable y un tanto angustiosa dado que dicho camino se convierte en una desgarradura absurda, sin sentido, en un accidente de quién sabe qué terreno en cuanto pierde la función de establecer una relación lógica entre los puntos opuestos que lo constituyen: la percepción interior de sí misma y la exterior, cómo se siente y cómo se ve; una sensación y una imagen que no concuerdan y que, experimentada una y vista la otra por ella misma pero por separado, pueden depararle el remolino de ser dos pero, también, el de no ser ninguna.»

Ana María Moix, Las virtudes peligrosas


Zapatos nuevos para caminos nuevos. Te los calzas y enfilas calle arriba hacia lo alto de la ciudad. Un paso, otro paso. Eres incapaz de pensar esta frase sin detenerte a reflexionar en el sintagma “lo alto” y en su categorización gramatical, mientras se te escapa un pensamiento paralelo que te recuerda la inutilidad de invertir el tiempo en estupideces de estas ‒joder con los recovecos del lenguaje‒, y aun otro pensamiento más que trata de encontrar un rumbo en este enredo de incisos absurdos que no te llevan a ninguna parte. Zapatos nuevos para caminos nuevos. Jodidos recovecos también los de la vida. Que deje pasar las ideas como si fuesen nubes negras y me concentre en la calma del cielo azul, me dicen. Zapatos nuevos: un paso, dos pasos. Caminar. Esa de ahí que me sigue el ritmo en los escaparates de las tiendas se parece demasiado a mí. Debo de ser yo; al fin y al cabo, se corresponde con el cuerpo que me han enseñado a reconocer durante todos estos años como mío y lleva los mismos zapatos. Si me revuelvo con una mano el pelo me copia los movimientos. Me pregunto qué debe de pensar ella mientras nos miramos mutuamente caminar. En el espejo del baño del bar donde he parado a desayunar hemos tenido un encontronazo. Le he pellizcado un ojo y le he dicho que parara de mirarme con cara de póquer y me ha respondido con una sonrisa cínica que me ha dejado traspuesta. Hablo en segunda persona de mí hasta que soy capaz de identificarme con este yo que me mira tras las esquinas. Sé que me llamo Elena y que son mis pies los que llevan zapatos azules que caminan siguiendo semáforos verdes que, a pesar de la incertidumbre, deben de conducir hacia algún lugar. ¿Tú sabes quién soy? Sentir más y pensar menos. Zapatos nuevos. Un paso, otro paso: caminar. Sigo enfilando calles Barcelona arriba. Sea sustantivo o adjetivo, me dirijo hacia lo alto de la ciudad. En el fondo no importa, supongo. Ni a dónde voy, ni la metalingüística de las palabras. Para qué seguir, me pregunto a veces, pero algún misterio me invita a continuar caminando. A continuar respirando, a continuar viviendo ‒sentir y pensar‒. Trazar rutas para cartografiar derivas. Alguien inventó la palabra yo y decidió que todos tenemos que tener un nombre. Y aun así, no encuentro los mapas para llegar a casa ‒para llegar a mí‒ porque no sé qué es casa. Esta noche cruzaré el umbral de alguna puerta que me llevará a alguna habitación con alguna ventana en la que tenderé los ojos. Tenderé los ojos para mirarlo todo y volveré a no saber con qué pedazo de realidad rellenar los significados de cada pronombre, de cada palabra: yo, tú, aquí, esto, lo otro, nada. 

domingo, 22 de enero de 2017

el bastón rojo

Nostalgia debe de ser recordar tu risa y no haberme acostumbrado aún a que se te haya terminado la vida. Pensar que tu muerte fue como cerrar la última página de un libro de esos que deseas que no tengan final ‒que se multipliquen las palabras como en el cuento de nunca acabar‒. Libro cerrado tu nombre y no saber cómo escribir “Mi abuela batía los huevos en platos planos y limpiaba los boquerones con la misma naturalidad y la misma parsimonia con que mojaba la ensiamada en el café del desayuno”. (Todas las vidas son dignas de novela.) He descubierto que el vértigo no es solo subir al peldaño más alto de la escalera. Vértigo también es asomarse al vacío de la existencia y tener la certeza de que todas nuestras vidas se despeñarán algún día por el precipicio. Resigo con los ojos el mar rabioso y revuelto, esperando que la lluvia, el tabaco y el vino calmen el miedo que me da el viento. Guardé toda tu alegría en una cajita azul. Y a veces, muchas veces, te aseguro que es lo único que me ayuda a vencer la tristeza y a seguir haciendo caminos. Eso y los zapatos, claro, porque parte de la felicidad ‒siempre lo he sabido‒ reside en los zapatos. Me los miro al caminar: un paso, otro paso, otro más. La llevaré siempre, tu risa, colgando del brazo en los paseos de los domingos. Tu risa, unos buenos zapatos, y las risas también de la gente que me quiere ‒pero de la que me quiere bien‒: serán, como fueron para ti, el bastón rojo sobre el que apoyarme cada vez que se me tropiecen los latidos ‒los puntales que me permitan desplegar la escalera y sentarme a fumar en el último escalón, hablar de cualquier cosa y reír como si no hubiera mañana, respirando, desde lo alto, el calor inconfundible de una cocina llena de mujeres cociendo vida.