Pongo el despertador a las seis y media, como cada domingo. Cuando suene, me despertaré sin ganas y bajaré las escaleras sin encender la luz, prepararé un café en la taza amarilla de las margaritas –li la vaig regalar jo, fa tants anys que ja no deu recordar-se'n; quan va fer el trasllat la va deixar aquí, oblidada, com la roba, com la vida, com tot– y volveré arriba, con los ojos casi cerrados, siguiendo la inercia de la rutina. Me vestiré corriendo, los calcetines, la camiseta, el reloj. Faré ulleres i sortiré de casa despentinada, però obriré els ulls, ara sí, i m'omplirà de llum el roig ataronjat del cel esquinçant els núvols. Estaré a punto de perder el bus –siempre pierdo algún segundo de más en detalles tan vacuos como elegir qué zapatos ponerme–, llegaré por los pelos y el conductor, el mismo de cada lunes, sonreirá y dirá buenos días flojito. Buscaré el mejor sitio para sentarme y después de darle al play me detendré a sentir el regusto del café en los labios. Miraré por la ventana, respiraré hondo y todo parecerá ralentizar su ritmo. Farà olor de primavera i, per un instant, al girar la cantonada i veure el mar allà al fons, desapareixeran les angoixes –els seus oblits, les seves ràbies, les meves pors–. Per un instant, només valdrà el record de la cuca de llum que brillava ahir al vespre entre les heures, la grana del sol –o una cançó com aquesta– fent créixer il·lusions als racons més inhòspits de l'ànima.
lunes, 15 de abril de 2013
martes, 2 de abril de 2013
tic-tac, bum-bum
Cuando no puedo dormir, invento frases para empezar
relatos que nunca llego a escribir. Me da pereza encender la luz y buscar el
cuaderno para anotarlas, siempre me convenzo de que las recordaré por la
mañana, a pesar de que la experiencia augure lo contrario. Oigo los segundos
caer uno detrás de otro. Tic-tac, tic-tac. Con
los ojos cerrados, los imagino haciendo cola al borde de un precipicio,
esperando su turno para abalanzarse hacia el agujero negro del ayer. Me
concentro para no oírlos, pero cuanto más me esfuerzo, más aumenta su retumbo,
tic-tac, tic-tac, disonando en el silencio denso de la habitación. Escamoteo
la oscuridad, rasgada por los tenues puntos de luz que se cuelan entre las
rendijas de la persiana.
De pronto empiezo a sentir como si los segundos me palpitasen
dentro del cuerpo. Tic-tac, tic-tac. Me asusto, por un instante, hasta que
identifico esta extraña sensación con la de otras noches de insomnio. Noto los
latidos del reloj bajo la piel, unas veces detrás de la oreja, otras en la
sien; ahora me está pasando en el cuello, pero no, no es el tiempo: es la
sangre, el corazón. Es como uno de esos espasmos que se apoderan del párpado y
hacen que se abra y se cierre incontrolablemente, ¿no te ha pasado nunca? El
ritmo implacable de los engranajes del viejo Festina parece diluirse con las sístoles y las diástoles, ya no es
tic-tac, sino bum-bum. Bum-bum. Me lo saco siempre antes de acostarme y lo dejo
en la mesilla de noche, al lado de la botella de agua, el móvil, los kleenex y
algún libro. Desde que leí aquel relato de Cortázar –cuando te regalan un reloj te regalan un
nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu
cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado
colgándose de tu muñeca– me da cierta
ansiedad meterme en la cama con él. Pequeñas manías, como la de hacer eses con la mirada entre las líneas del asfalto o cerrar fuerte los ojos antes de abrir el buzón.
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