lunes, 12 de diciembre de 2011

viajes fugaces a estrellas diminutas

Té con leche y canela, las cinco de la mañana, no debe faltar mucho para que amanezca. Sólo el insomnio es capaz de acomodarse entre la escarcha metálica de las sábanas. Plutón queda demasiado lejos y demasiado helado como para servir por enésima vez de refugio. Que amaine este frío, por dios. Que vuelvan las noches de sueño y la lluvia, que vuelva la lluvia y el cielo sangre de las tormentas premeditadas.

- Sal a volar, te comerás el mundo.

- ¿Y si me come él a mí? -te pregunté, pero tú ya te habías ido. Seguías allí, tu cuerpo, tu cara, tus manos agarrando sin fuerza las solapas de mi abrigo, sin embargo ya no estabas, tus ojos hablaban por ti y solo me escupían años luz a la cara.

No es hambre lo que tenía, sino sed, sed de mundo y las ansias enfermizas de una libertad que ni siquiera existe como concepto consolidado en mi cajón de ideas, un vacío de límites sin trazar. Que vuelva la lluvia y la belleza negligente del mar revuelto, de los árboles despeinados y del viento sin radar.

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