Duermo pegada a la pared,
buscando el frío de los ladrillos. Es tan cálido el aire que cuesta horrores
deshacerse de las pequeñas asfixias que me invaden a ratos. Recuerdo que el
verano pasado lo viví con una losa de piedra en el pecho que no me dejaba
respirar. No era el calor entonces, si no las angustias del día a día ancladas
a fondo; no había manera de aligerar el peso, era tan denso el desasosiego que ni
siquiera se disolvía sirviendo sardinas
en la plaza de aquel pueblo de ensueño. Por suerte, creo que este año los
ahogos solo vienen de la sauna ambiental y de las ansias inmensurables de
lluvia. Menos mal que hoy sopla el viento ‒aunque tropical‒ y hace batir las
ventanas, abiertas de par en par. Por si acaso (siempre aparecen anclas-angustia
en los momentos más inesperados), he vuelto a recuperar las escapadas a la
habitación del piano. Se me pega el polvo en los dedos cuado pongo las manos
sobre el teclado, siempre se convierte en demasiado el tiempo relegado al abandono
de Chopin y tantos otros…
Esta tarde volaban todas las
partituras y salían hormigas de entre las teclas ‒es una invasión, están por
toda la casa‒, salían de la rendija del fa sostenido y el sol, qué locura. Intentaba
tantear algo de Nyman cuando han empezado a corretearme por las manos. Viendo
la hilera de puntitos negros me ha venido a la cabeza el cuento que nos explicó
Laura la otra noche. Hablaba de una mujer que, por no saber llorar, se le devinieron
en mar todas las lágrimas almacenadas en su interior a lo largo de los
años. Y tan inmenso se le hizo que hasta un pececito nació en sus
profundidades… ¿Te imaginas? ¡Un pez! La mujer lo
sentía moverse por dentro, notaba cómo se desplazaba de arriba abajo y reseguía
con los dedos su piel para acariciarlo. La historia tenía un final muy triste
pero me fascinó. He seguido tocando, pero de repente, al ver las hormigas
treparme los brazos, me he sentido un poco pez. Sé ‒tantas veces me han dicho‒ que cargo con demasiadas
penas ajenas, con multitud de tristezas transmitidas a golpe de cañón, pólvora
que no es mía pero que ennegrece igual los pulmones. Quizás venga de ahí ese
eterno deseo ‒insaciable‒ de lluvia, de mar, de agua que traspase la piel. ¿Cuál es la fórmula para desprenderse del dolor de los demás?... para que no se me contagien ansiedades tan fácilmente ni aparezcan por todas partes anclas-asfixia, como plagas de hormigas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario