sábado, 14 de noviembre de 2015

volver


"Podría gritar
mi dolor
hasta partir en dos mi cuerpo:
sería disuelto 
por las aguas del río."

Alfonsina Storni, "Soledad" (Las grandes mujeres)

El conductor se despidió del vigilante de la estación con un "hasta mañana" que saltó de ventanilla a ventanilla, y a partir de la eñe apretó el acelerador para coger la curva de salida a la calle. Oí "hasta mañana" pronunciado con la voz grave del señor que conducía la noche hacia otros lugares, hacia otras ciudades -pero que mañana, dijo, volvería a estar en ésta de la que yo ya estaría tan lejos-, y se me quedó dando tumbos en la cabeza como un eco sordo, "hasta mañana", "hasta mañana" una y otra vez, con lo raro que me ha resultado a mí siempre lo de cambiar de espacio en el tiempo. Sentí el acelerar de las ruedas recorrerme el cuerpo y entre las luces que pasaban por la ventana se fue enmarañando el estallar de la risa de los dos últimos días con las astillas del infinitivo irrespirable que me devolvía a casa. Volver. Regresar a esa geografía de piedras que ni es casa, ni es Ítaca, ni refugio, ni nada: un trastero agrietado de penas demasiado podridas. Iba haciendo eses con la mirada por la carretera negra y no recuerdo bien en qué momento me dejé atrapar por las ganas de llorar, pero de repente me estaban supurando todas las heridas por los ojos y me veía incapaz de frenar la hemorragia. Me aferré a la alegría del fin de semana y a los tres libros que había encontrado como un tesoro por las calles que me quedaban ya atrás, y así conseguí quedarme medio dormida. Al rato me encontré otra vez despierta sin saber dónde estaba. Había desaparecido el eco del "hasta mañana" -supongo que ya era mañana- y no se veía ni una luz al otro lado de los cristales. La niebla había inundado la noche. Imaginé que me sumergía en la densidad de las nubes y que aquella bruma se convertía en los árboles del paseo del Prado. Quise quedarme dentro y alargar las horas para no llegar, ser hoja seca y dormirme entre las páginas de los libros que abrazaba, recostada junto algún poema que supiese explicar cómo es posible sentir en la piel este deseo vital de sonrisas y de calma y que en el interior, entre los huesos, se empeñe en no dejar de arañar la vida con sus dedos de alambre. Pero el autobús siguió acelerando hasta el amanecer y no hubo más remedio que resignarse a la vuelta. Al fin y al cabo, a pesar de las ojeras, sólo está en mí el poder de guardar la alegría en los hoyuelos, de protegerla como un diamante para que nadie ni nada, nadie ni nada, me la arrebate.

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