miércoles, 13 de enero de 2016

manadas de bisontes

Acababa de caer el sol y en el cielo rojofucsianaranjado -y tantos matices más- las bandadas de nubes parecían elefantes pastando sobre el horizonte, bisontes emigrando hacia lo que quiera que haya al otro lado de esa línea infinita. No te lo creerás pero no miento. El mar tenía la tarde rebelde y soplaba tanto viento que casi no me tenía en pie. Durante unos segundos tuve la tentación de seguirlos, de ponerme piedras en los bolsillos y empezar a caminar a contracorriente para unirme a su manada. Luego pensé que el agua estaría helada y que con la poca fuerza que me queda no sería capaz de dar ni tres pasos antes de que las olas me escupiesen otra vez a la orilla, así que me quedé quieta mirándolos y encendí un cigarro. Me parecía un momento demasiado increíble para estarlo viviendo sola. Supongo que por eso creí, por unos instantes, en la posibilidad real de vivir del ojalá. Del ojalá que surja algún sueño que empezar a perseguir. Del ojalá un trabajo con un sueldo medio digno. Del ojalá una casa que sea nido y no grieta. Del ojalá tú, ojalá que vengas y ojalá besarte y ojalá sentir el aleteo de las luciérnagas. Ojalá el no-dolor y la no-tristeza. Sobre mi cabeza iban creciendo jirones de serpientes moradas mientras el cielo se apagaba y te aseguro que allí plantada, mirando el mar y los bisontes desdibujándose en la distancia, me sentí capaz de construirme un esqueleto de pronombres que sustituyan todo lo que no está -un lugar, un tú, un norte, un deseo-, un andamio de humo que me sostenga para poder dar un pequeño paso que llene de algo el vacío. Pero al cerrarse la noche volvió la ansiedad de la nada y no me quedó otra que meterme en el coche con el frío a cuestas y seguir conduciendo sin aire y sin ganas hacia ninguna parte.

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