Mira, dicen las fotografías, así
es. Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que
hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa.
La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina.
Susan Sontag
Cuando bombardeaban Barcelona, cuenta
la abuela, todos los vecinos tenían que correr a esconderse cuerpo a tierra
entre las patateras del campo. Desde allí, con el barro pegado a la
ropa, las bombas parecían fuegos artificiales. Eran bonitas todas
aquellas luces, dice la abuela, y lo dice con la misma naturalidad
con la que años atrás desplumaba codornices o limpiaba las sardinas -les hincaba el dedo en
la ranura de las branquias y les arrancaba la cabeza de cuajo, luego les
hacía un corte con las tijeras en el vientre y les sacaba las tripas
sin dejar de hablar: “eran como cometas”, decía-, cometas que caían del cielo sin que se pudiese sospechar que al día siguiente trozos de cuerpos colgarían de los cables de la luz. Porque la guerra mata, destruye, arruina, desgarra. La guerra es muerte y a pesar de ello la creamos, buscamos la maldita puta guerra en nombre de la paz. La buscan todos aquellos que se llenan la boca con palabras estúpidas y biensonantes, todos aquellos que empiezan por creer que son distintos y se merecen más. Claro, somos distintos... pero ¿dónde están los límites? Los demás oímos y asentimos. Creemos. Y hasta sentimos. Nos creemos y nos sentimos mejores y con derecho a más. ¿Y los límites? Pueden parecer fuegos artificiales pero son bombas, metralla que arruina y quema. Que mata. La abuela lo contaba mientras rallaba el tomate para el sofrito. Ahora es ella la que está sentada en el taburete y me mira cocinar. Por la radio, oímos las declaraciones de una diputada israelí proclamando que las madres palestinas deben morir para no seguir pariendo pequeñas serpientes terroristas. Hace un rato, sin embargo, el embajador israelí en Washington aseguraba con un convencimiento absoluto que "Israel merece el Nobel de la Paz". Matar por y para la paz, como si fuese veneno la sangre del que nos empeñamos en que sea nuestro enemigo. ¿Dónde está el límite? En el aire y desde lejos, un proyectil puede ser un cometa. Desde cerca, huele a odio. A podredumbre. A rabia. A asco. A miseria. A manipulación. Y mata. Nos quedamos mirando la una a la otra y me pregunta: "¿hasta qué punto los humanos somos capaces de justificar la guerra?"
Seguro que alguien ha dicho en alguna ocasión que la guerra es el fracaso de la civilización. Que suena muy bien y queda muy bonito. Pero como la civilización en sí es un fracaso continuo, sería mejor decir que la guerra es una hipérbole del fracaso. Lo que me sorprende es que todavía no hayamos reventado todos de un bombazo o del puro asco de existir.
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