jueves, 8 de octubre de 2015

pluja general i generosa


"Pluja general i generosa", lo dijo el hombre del tiempo en la radio y me caló otra vez la humedad del deseo. Iba conduciendo y las gotas empezaban a motear el parabrisas. "Pluja general i generosa" y el deseo subiendo por las piernas de encontrarme con Ella bajo la tormenta, el deseo de abrazarla como si no existiese nadie más recorriendo las manos, el deseo implacable e irreverente de seguir besándola atascado en la boca, la chica de otro planeta, todos los deseos hormigueando sobre la piel junto a esta decepción imperativa de saber que no merece la pena dedicar un segundo más ni a su sombra. Tantos Orlandos otra vez dentro, tantos yoes dispersos pujando por hacerse dueños de mí. El dócil que la sigue pensando y justificando, el rebelde que se enfada gritando ¡basta!, el perdido que no sabe hacia dónde ir, hacia dónde mirar, hacia dónde girar el volante y que, frente a la deriva, se limita a la supervivencia inmediata activando con el meñique la manilla del limpiaparabrisas. Aunque el desconcierto es tal que se confunde con la del intermitente, y suerte de los reflejos del Orlando más racional, que da un volantazo a tiempo y cuando el cristal ya casi se ha convertido en río hace que el brazo mecánico abra este telón de agua y vuelva a aparecer el mundo ahí enfrente, esa realidad que ante los ojos de tantos Orlandos parece un cuadro cubista del mejor Picasso. La carretera y la tormenta, qué difícil saber seguir con los puntos cardinales tan desalineados como los chakras. Y de nuevo la cascada sobre el parabrisas, de Picasso a Kandinsky, el repiqueteo del granizo en la lata del techo, del capó, la radio que no se oye, y ¡zas!, el mundo otra vez tras la cortina de agua. Un yo que sólo quiere cerrar los párpados y desaparecer, y otros que le recuerdan que es imposible conducir sin ver y que lo fuerzan a mantenerlos abiertos y a seguir, siempre seguir adelante porque si algo tienen en común el tiempo de los latidos y el de los relojes es que no tienen pausa ‒tic-tac, bum-bum‒. Y aún otro yo, otro Orlando, el más sensato quizás, que deja que empiecen a salir las lágrimas del cuerpo y se haga también lluvia el dolor, río la tristeza perseverante que entumece los músculos y entorpece la respiración: agua que sirve de espejo en el que quedan reflejados todos los Orlandos, todos mis yoes contenidos en esta especie de mar que me sale de dentro. Yo frente a mí, y la tormenta de fondo. Yo frente a mí para entender que el caudal de desorientación y desespero que escupo por los ojos no surge de este estúpido enamoramiento pasajero, sino que es algo más profundo lo que me ahoga, algo entre el amor y la muerte ‒l'amor i la mort‒ lo que dibuja los espesos meandros de esto indefinible que parece ser en este ahora la vida: la luna emborronada del coche esperando que el limpiaparabrisas le devuelva la nitidez. Cuánta razón tenía el hombre del tiempo.

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